domingo, 12 de enero de 2014

Mis muchas cosas de la infancia. Infacosas.

Soy de esas personas que cuando se proponen ordenar su habitación acaban sentadas en el suelo con un centenar de papeles y lo que no son papeles tirados de cualquier forma a su alrededor. Y, tan pronto como me olvido de que en realidad yo lo que quería era "poner un poco de orden en la leonera esta", me veo rodeada de las notas de segundo de primaria, una cartulina con una pequeña colección de minerales pegados que ganaría en algún concurso en mi etapa de niña repelente, el peluche con forma de elefante que está hecho mierdas pero del que no me separaba cuando tenía 6 años, una medalla por machota (todo simbolismo) que me dieron  me gané cuando me abrí la frente contra una canasta y tuvieron que darme puntos de sutura y no derramé ni-una-sola-lágrima-como-te-cuento, o incluso el libro de Marcelo Crecepelos enterrado entre un libro de cuentos infantiles y un diccionario de sinónimos.
Y, de pronto, este pequeño Síndrome de Diógenes que tengo montado en mi cuarto se convierte en un baúl de los recuerdos a lo grande. 


Entre esas muchas cosas, he rescatado este modesto dibujo que hice de mi pez hará unos años. 
En realidad la vida del pobre animal fue bastante corta (a las tortillas y a los peces no les acabo de pillar el punto). Pero la gracia de todo está en que, aunque ese pez murió a los dos o tres días, años después aquí sigue, inmortalizado para siempre en un trozo de papel.

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